Una religiosa “afortunada”
(II parte)
POR ALBERTO SERRANO LARIOS
La semana pasada se introdujo en la vida
de santa Josefina, Bakhita, y se comentó la primera parte de su vida. Ahora, en
esta segunda sección, se desarrollará el momento de su conversión y el culmen
de su vocación.
Durante toda su niñez y parte de su juventud, Bakhita
únicamente había conocido a dueños que la golpeaban y la hacían sentir una
esclava que no servía para nada. Sin embargo, cuando escuchó hablar de aquel
Dueño, Paron, generoso y lleno de
bondad, o sea, al Dios Vivo, supo que este sabía de ella, y que, la amaba con
un amor verdadero. Además se enteró de que Él,
personalmente, también había sido tratado como esclavo y muerto en una cruz. A
partir de aquí, Bakhita comenzó su conversión y su interés sobre este Dueño se
incrementa, como escribe en su autobiografía: “viendo el sol, la luna y las
estrellas, decía dentro de mí: ¿quién será el Dueño de estas bellas cosas? Y
sentía grandes deseos de verle, de conocerle y de rendirle homenaje”.
En
1889, a los amos
con los que Bakhita vivía en Venecia les
vino una serie de dificultades económicas, que los obligó a dejar a su hija
junto con Bakhita para que le sirviera de nodriza en el convento de las Hijas
de la Caridad de Santa Magdalena de Canosa. Con ellas inició su encuentro con
Jesucristo y adquirió su libertad para no ser más esclava de nadie.
Después
de un proceso de catecumenado, “el 9 de enero de 1890 recibió el Bautismo [bajo
el nombre de Josefina
Margarita Fortunata, Bakhita], la Confirmación y la
primera Comunión de manos del Patriarca de Venecia. El 8 de diciembre de 1896
hizo los votos en Verona, en la “Congregación de las Hermanas Canosianas”, así
lo remarca Benedicto XVI en su encíclica Spe
Salvi. Respecto a los sacramentos
recibidos y, en especial al Bautismo, fue tanta la alegría que sintió Bakhita
que, según los relatos de quienes la conocieron, afirman que la veían
constantemente ir a besar la pila bautismal y decir: “aquí me hice hija de
Dios”.
Luego
de ser la encargada por mucho tiempo de la sacristía y de la puerta del
convento, en 1910, la madre superiora le pidió que escribiera su autobiografía
y, posteriormente, que iniciara una serie de viajes practicando así la misión.
Esto último lo hizo con un fervor
incandescente pues, a pesar de sus limitaciones (hay que tomar en cuenta que
Bakhita no tuvo acceso a una enseñanza académica), daba a conocer al Dios que
la había librado de la opresión; de manera que
lo hacía con mucha sencillez pero con
palabras sabias, las cuales llegaban a los corazones de quienes la
escuchaban.
Durante
sus últimos años, agotada por la edad y las enfermedades que la acecharon, no
cesaba de alabar a Dios. Estando ya casi lista para ir al encuentro de su
Señor, le sobrevinieron recuerdos muy dolorosos y llenos
de angustia; tan fuertes eran que le rogaba a la enfermera que estaba con ella:
“por favor, desátame las cadenas… pesan”.
Murió
el 8 de febrero de 1947 en Schio, Italia. Las últimas palabras que dijo fueron:
“Madonna, Madonna” (la Virgen, la Virgen). Su reputación de santa de inmediato
se propagó por diversas regiones, al grado de extenderse a los cinco
continentes. Asimismo, por todo lo que
se decía de ella y por las virtudes que la caracterizaron, se inició su proceso
de canonización. De este modo, el 17 de mayo de 1992, Juan Pablo II la beatificó tras autentificar
un milagro de Dios a través de ella; y el 1 de octubre del año 2000 la
canonizó. Su fiesta se celebra el 8 de febrero.
Bakhita
nos deja un legado de humildad y de amor verdadero, dos valores con los que se
puede enfrentar el relativismo reinante en nuestros días. Nos enseña que vale
la pena perdonar a aquellos que nos persiguen con sus calumnias y nos torturan
con sus acciones. Ella misma nos muestra cómo practicar este perdón para con el
otro expresándolo en su autobiografía: “si me encontrara con aquellos negreros
que me raptaron e incluso aquellos que me torturaron, me pondría de rodillas y
besaría sus manos porque, si no hubiera sucedido aquello, no sería ahora
cristiana religiosa”.